domingo, 24 de febrero de 2013

Atrincherarse

Le escuché el término a una estimadísima colega hace unos años, y quedé convencida de que constituye una metáfora más sensorial que literaria, y enuncia en sí misma un concepto, un modo de asumir la realidad, una filosofía de vida. El súmmum de lo ilustrativo.

Atrincherarse, figurativamente hablando, no es tanto defenderse de algo o alguien; tampoco esa zanja defensiva que permite disparar a cubierto del enemigo. Es permanecer en un estado de terquedad impenetrable imposible de variar ni con las más acendradas y fundamentadas razones acerca de una idea, opinión, juicio o creencia preconcebidos de antemano.

Una sola palabra, o para ser más puntuales, “ese verbo reflexivo”, puede definir cómo alguien es capaz de plantar bandera a como dé lugar sin escuchar argumentos; despreciar la lógica, el raciocinio y sobre todo, el entendimiento. Es persistir y regodearse en el error a pesar de lo obvio, y desde esa posición armarse hasta los dientes de tozudez a ultranza y disparar en redondo con calibre grueso y en cualquier dirección.

Los atrincherados tienen un temperamento común que en ocasiones no es explícito, pero se intuye que detrás de sus máscaras (todos los humanos de alguna manera las llevamos) hay escondida una bazuka presta a vomitar fuego: “Yo siempre tengo la razón y nunca estoy equivocado”; “Ni se te ocurra tratar de convencerme de lo contrario”; “No malgastes saliva, pues mi criterio es el que vale”; “ Si estás creyendo que sabes más que yo, te voy a demostrar lo contrario y te vas a quedar en esa…”

Intentar un acuerdo, es poco menos que un acto de lesa ofensa para quienes detrás del hoyo empedrado e imaginario donde se encuentran agazapados y armados hasta el pelo, esperan a la defensiva la aparición de una reflexión juiciosa, cuando esta última no es coincidente con las suyas. Si el atrincherado tiene ciertas ventajas sobre el adversario, no hay ni que enfrentarlo, mucho menos convencerlo; el primero vencerá sin que medie más que una mirada con la cual podrá expresar sin palabras: “!si-len-cio!”.

Hasta los niños se atrincheran; pero a ellos, faltos de experiencia, y muchos cargados de abundantes dosis de malacrianza y otras lindezas, pueden hasta quedarles graciosas ciertas posturas de terquedad defensivo/vanidosas. A los ancianos, por su parte, no queda otra que perdonarles tales actitudes, aun cuando el campo de batalla sea una cola, donde algunos son expertos en el enredo para sacar provecho de la situación. Los años vividos, con sus dulces y sus amargos, les otorgan esa prerrogativa, y nada mejor que “hacerse de la vista gorda” con ellos.

Pero al resto, poco los justifica. Son responsables del deterioro de las relaciones humanas; de variar la opinión respecto a su persona cuando los descubrimos detrás de una trinchera de obstinación injustificada. Entorpecen el entendimiento, dejan de fluir las comprensiones, se interrumpe el diálogo que mueve a la perfección y el progreso.

Son el conocimiento, el crecimiento humano, el desarrollo, el intelecto, la inteligencia y el raciocinio los mayores perdedores en esta batalla, o mejor, quienes se empeñan en cerrarles el paso a lo evidente. No vale para este tipo de pose la frase martiana de que “trincheras de ideas valen más que trincheras de piedras”, porque no hay que ser un genio para percatarse de que no se trata de las mismas trincheras. Las del Apóstol, las de los humanos con juicio, madurez sicológica y emocional, están del lado opuesto.

Resulta casi un desafío atrevernos a ser sabios y sumergirnos en las trincheras filosóficas del más universal de los cubanos; a deponer armas inútiles; asumir el diálogo con inteligencia y situarnos del lado de los grandes de pensamiento y sentimiento, apegados a quienes fundan y crean, seducidos por la certeza de que abrir la mente a la tolerancia no menoscaba la dignidad, sino abre espacio a la sabiduría, la experiencia, el ennoblecimiento, la generosidad y la riqueza de espíritu. .

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