jueves, 23 de octubre de 2014

José de las batallas

Por Emma Sofía Morales

No es preciso escribir mucho para conocerle mucho. Hay obras que hablarán por sí mismas de cuanta traza dejó por la vida para quienes fue amigo, maestro y consejero. O de la pasión que estrujó a diario en el arduo camino de la cultura de esta ciudad como acucioso investigador, conferencista, escritor y poeta; sacerdote, profesor, biógrafo, ensayista, bibliógrafo, humanista, bibliotecario…, en una existencia fecunda y sin descanso, que resultó escasa para realizar tanto sueño en los 61 años que estuvo.

José Díaz Roque no dejó de sorprendernos ni con la misma muerte, acaecida el último 22 de octubre en una maniobra maestra, sutil y vertiginosa, cuando muchos suponíamos que la engañaría con toda su sagacidad, con la misma sabiduría empuñada para fundar y crear.

Desde un reducido sitio en la biblioteca provincial Roberto García Valdés, donde echó raíces, tendió puentes y cultivó pensamientos, Jose expandió erudición y laboriosidad tal, que escasearían vocabulario y espacio para nombrarlas y no pecar de omisiones dentro una existencia imprescindible y abruptamente inconclusa.

Martiano arraigado y convencido, quijote incansable en defensa de la cienfuegueridad, de su intelecto y talento brotaron las áreas especiales para ciegos de las bibliotecas públicas cubanas, proyecto primigenio prolongado más tarde en otros como la fundación de la revista cultural Ariel, de la cual fuera director y dejaría al pairo, solo cuando los sentidos dejaron de responderle. Artífice de eventos en torno a la figura de Carlos Rafael Rodríguez y Samuel Feijóo.

Omnipresente en el quehacer de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, la Unión Nacional de Historiadores de Cuba, el Centro provincial del Libro y la Literatura, la Sociedad Cultural José Martí, el Consejo Científico de Cultura en la provincia, el Centro de Promoción e Investigación Literaria Florentino Morales, el Contingente Cultural Juan Marinello, entre otros muchos, conocieron sus denuedos como intelectual de vanguardia.

En solitario o en coautoría con otros intelectuales nos deja como herencia un abultado dossier de títulos de poesía, ensayo, crítica literaria, narrativa…,y para honrar su esfuerzo distinciones y reconocimientos nacionales e internacionales como el Premio Jagua, el de mayor rango dentro de la cultura local, así como también en concursos nacionales y locales.

Observador, crítico, de silencios sobreentendidos, analítico y reflexivo, fue capaz de comunicar y responder solo con la mirada, de vencer con el silencio o el gesto, convencer con una palabra sola, vestirse con armadura de ideas, provocar el intercambio que enriquece, dejar la piel en cada batalla, sin ruidos ni excesos …

Para quienes lo conocimos desde los años juveniles y conservamos el mote que nos endilgó y llevaremos de por vida, siempre estará ahí, tras el pequeño buró de la biblioteca; aferrado a una vieja máquina de escribir; parapetado tras una humeante taza de café; envuelto en el humo de un cigarro sempiterno y peligroso; disertando sobre lo humano y lo divino; apasionado y rotundo.

Tal vez, Jose merecía la oportunidad de escribir su propio obituario, no una crónica inconclusa y magra incapaz de atrapar la vastedad de su carácter escrita por alguien bajo el peso de lo insólito y la amargura que aún no interioriza la realidad de su muerte.

Nadie como él lo hubiera hecho mejor.

lunes, 11 de agosto de 2014

Arquitectos de la personalidad ajena


“Hay un sentido universal que descansa como armonía bajo cada diferencia”.
Manuel Mendive


Por: Emma Sofía Morales

Con la mejor de las intenciones, (o no tan mejores) por las buenas, a veces, y con frecuencia por las malas, abundan quienes se empeñan en imponer al resto sus patrones de conducta, credo, pensamiento, desempeño, comportamiento, modo de actuar; pautas estrictamente personales, tomadas como verdades absolutas y absolutamente correctas. Poseen sus propias leyes y pretenden sembrárselas por la fuerza y sin método al “diferente”, porque “así es como debe ser”.

En tiempos de tolerancias y reivindicaciones a la diversidad, el respeto a la individualidad sigue como asignatura suspensa y sin el menor atisbo de mejorar en el entorno de las relaciones interpersonales. Ya escribí algo parecido en otra oportunidad, pero percibo cómo todo aquello adquirió forma gaseosa. Tómese este nuevo intento, como una especie de (re)catarsis, que es a la vez, una voz dentro de un coro que clama por lo mismo, y en última instancia, como un grito de auxilio.
Hasta donde alcanza mi poder de observación —y sin pretensiones de convertir este comentario en un análisis científico— la intrusión en la forma de ser y del temperamento ajeno no parece clasificar dentro del respeto a la diversidad, la cual ya superó cuestiones como el tratamiento a la discapacidad, la desigualdad de género y otras de larga data y arraigo como la discriminación religiosa, racial o sexual, vistas ya (aunque aún insuficiente) desde la aprobación/aceptación, a la forma de ser “del otro” en el entramado de la sociedad.

Lamento el esfuerzo de especialistas, estudiosos y excavadores del comportamiento humano, enfocado en el contexto social, judicial y de salud. Advierto, cómo investigaciones y tratados sobre el tema puestos en la mira de consagrados científicos se quedan en la nada…, nada de aplicarse como ha de ser. Me cuestiono dónde quedó aquella elemental caracterización psicológica de los tipos de caracteres que por tanto tiempo manejaron terapeutas, psicopedagogos y otros interesados en la conducta: a saber: flemático, sanguíneo, colérico, melancólico.

Porque la diferencia también pasa por la personalidad, que genética o adquirida, viene con el individuo o se arraiga por diversas razones. El respeto a ese espacio debería incorporarse como norma elemental de convivencia, de comportamiento propio del ser social civilizado.

Por fortuna para muchos, pasaron a mejor vida las falsas unanimidades, no obstante, las intenciones de uniformar y hasta masificar el carácter todavía están ahí: en la casa, el barrio, la escuela, el trabajo, en cualquier acción interactiva. Si todos tuviéramos la vocación para el arte, la ciencia no tendría discípulos, si todos prefirieran las matemáticas, las humanidades serían materia ociosa, si todos fuéramos extrovertidos, el entorno se volvería un caos, si no existieran los polos negativo y positivo, la física perdería una de sus teorías más interesantes; si nos comportáramos de igual manera, en el mejor de los casos, el mundo sería aburridísimo.

Para el eminente científico Albert Einstein —a quien por mucho tiempo consideraron subnormal por su aura silenciosa y tímida— “todo el mundo es un genio; pero si juzgas a un pez por su habilidad para trepar un árbol, pasará el resto de su vida creyendo que es un idiota”.

Si “el diferente” se rige por las normas que dicta la razón, el entendimiento, las leyes jurídicas y de convivencia siente agredido e invadido su espacio por quienes se empeñan en tornarlo de otra manera. “Déjame tal como soy”, parece clamar el asediado por reformadores empíricos de personalidades diferentes a las suyas, inexplicándose por qué pretenden convertirlo en “otro(a)” sin que “el otro (a)” acepte su diferencia.

El maltrato psicológico, con todo lo que este acarrea de humillaciones, menosprecio y sufrimiento —infringido consciente o inconscientemente—; el acoso y hasta la crueldad, abrigan sutilezas entre los arquitectos y organizadores de la conducta ajena. Solo basta arrancarles el disfraz.

miércoles, 16 de julio de 2014

Una trampa que salva



  Cuando se apodera del escenario y emite la primera nota, Ivette Cepeda deja al auditorio suspendido en el espacio; unifica las edades, se vale de una habilidad indescifrable para encontrar un denominador común y expandir una inteligencia musical reservada solo para figuras que ya sobrepasan la leyenda.
  No existe género popular que se resista a su voz de timbre insólito, amplio registro, potente y clara, que sabe mezclar con una proyección escénica emotiva y sin artificios.    
  Experta en la fusión de ritmos de cualquier latitud, volvió este domingo al teatro Tomás Terry de Cienfuegos, y a los cienfuegueros que saben encontrar dónde está lo bueno. El Festival Boleros de Oro abrió un espacio para este concierto, que, no sin nostalgia, ahondó en la prevalencia de su espíritu.
  Acompañada por el grupo Reflexión,  sobrepasó la emotividad de la bolerística más auténtica en piezas del repertorio clásico de ese género, con una tesitura pulida y abundante en matices, que maneja a su antojo sin el más mínimo recato.
  Lució maestría en piezas clásicas de Martha Valdés, Bola de Nieve, Juan Formell, entre otros, y ese himno obligado en cada concierto y devenido indispensable en su voz, al que Orlando Vistel titulara Si yo hubiera sabido; en tanto se desdobló experta en rescatar y a la vez concretar el embrujo perdido del intérprete dentro del panorama de la música cubana.
  Ivette Cepeda tiene boleto seguro para invocar  lo emotivo, deslumbrar al auditorio y arrastrarlo a una trampa salvadora de la que no se sale después de haberla escuchado. Es este un motivo suficiente para que no le quede otro remedio que regresar a Cienfuegos, una y otra vez, para hechizar a quien le escucha con la  habilidad con que desparrama su torrente vocal y una clase congénita, difícil de imitar en los tiempos que corren.