miércoles, 9 de junio de 2010

La callecita, la matica de tomate y el cromosoma C

Eres deleitosa(…)como la palabra de
tu Apóstol.
(Dulce María Loynaz)


Emma Sofía Morales


A juicio de una colombiana residente fuera de su país, los cubanos que viven lejos de la Isla no acaban de realizarse como personas porque “no dejan de pensar en la callecita y la matica de tomate dejada atrás”. Según creí entender es algo así como un lastre atávico, una atadura perjudicial que los traumatiza de por vida y de la cual deben desprenderse.
Nunca indagué cuál era la filosofía patriótica de la colombiana, tampoco me incumbe, pero puedo inferir que no se parece ni remotamente a la de los hijos de este abundante archipiélago. Ante tanta inapetencia de la susodicha por el suelo propio, solo atiné a ilustrar que “la callecita y la matica de tomate” adquirían para los cubanos un alcance desconocido para ella: enamoramiento con el terruño.
Cuando damos el primer grito al salir del claustro materno, quienes nacimos en este cocodrilo pertinaz, quedamos signados por un hechizo fabricado de tantos nudos, que no nos alcanza la vida para desatarlos todos. Y lo mismo cabalgando sobre el lomo del cocodrilo, como sobre otros, perdura esa magia cuya clave permanece en el más enrevesado misterio. Desde los ascendientes de Hatuey, hasta quien está naciendo ahora en cualquier lugar de su geografía tiene un cromosoma no registrado por la ciencia en su mapa genético: el cromosoma C…, de Cubano. Personal e intransferible, imposible de eliminar, aun cuando como en todo proceso natural pudieran ocurrir accidentes con la consabida alteración de la secuencia de ADN y dar origen a un fenotipo patológico.
Para quienes tratan de dilucidar el fenómeno, tanto sentido del arraigo se asienta en cimientos fundidos al mismo centro de esta tierra, consistentes, inamovibles, asidos al fundamento del amor. Tanto, que no existe quien pueda convencer a la mayoría de los cubanos de que los 109 mil 722 kilómetros cuadrados de superficie natal no son el ombligo del mundo, porque quizás la geografía nos otorgó ese don, y lo hacemos sin arrogancia, presunción o altanería, en circunstancia tan espontánea como la sucesión de los días y las noches.
Cada cubano incorpora a sus sentidos el sentido de la insularidad y quizás sin darse cuenta lleva un árbol adentro. Aún es desconocida la morfología de sus raíces, pero la fortaleza es evidente, y por encima de todo, bien reconocida. Es un fenómeno de singularidad dentro de la inmensidad de pluralidades, incapaz de dosificar emociones que empujan desde el pecho para evitar que terminen robándoles el aire.
Dulce María Loynaz escribió su poema CXXIV sin proponerse, tal vez, echar algo de luz sobre este asunto de herencias largas e incontenibles, o quien sabe, si con el conocimiento de causa que le cabe a la poesía hecha persona. Acaso sea ella la emisaria de miles de voces incapaces de apretar los afectos en imágenes y metáforas, sentenciosas y cortas, tan explicativas como un tratado. Se unirán a sus decires, y asentirán cuando repasen los versos que colocan a Cuba como “ la antena de América”, la de “la ternura de las cosas pequeñas y el señorío de las grandes cosas”.
Faltarían pocos en esa ronda de clamores poéticos más cercanos a la plegaria que al grito, a la súplica más que al reclamo, al deleite más que a la melancolía: “Para el hombre hay en ti, Isla clarísima, un regocijo de ser hombre, una razón, una íntima dignidad de serlo”.
Siento pena de la colombiana, del desarraigo y la desgana con su suelo, porque jamás se deleitará con sus sabores y sinsabores, tampoco estará capacitada para deshilar la madeja del amor de los otros por la suya, y mucho menos vislumbrar que para los cubanos, Cuba es palabra corta de pasiones extremas, “un arco entesado que un invisible sagitario blande en la sombra y apunta a nuestro corazón”, ni apta para percibir lo que significa implorar desde lo impenetrable: “Isla mía, tenme siempre, náceme siempre, deshoja una por una todas mis fugas…”.
Benditos la callecita, la matica de tomate y el cromosoma C.