La cienfuegueridad entra por el olfato. Quien no sea capaz de olerla, se pierde su esencia. Es el olor de las calles, de la gente y sobre todo, de la bahía. Ser cienfueguero es una actitud ausente de regionalismos que marca la diferencia con el resto de las poblaciones de
Fuente de riquezas como sugiere su nombre en lengua aborigen, la bahía de Jagua, al centro sur de Cuba, es responsable incondicional del influjo que ejerce la ciudad de Cienfuegos sobre quienes desde adentro la saborean y desde lejos la añoran.
Escenario de sucesos dignos de la memoria histórica de una urbe fundada por franceses en el siglo XIX, que llegó hasta el presente como una de las más conservadas de Iberoamérica y con valores reconocidos para que su centro histórico fuera declarado por
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Antes y después de la visita de Cristóbal Colón a la rada en 1494, sucesivos navegantes frecuentaron sus predios y comprendieron a primera vista hallarse ante un lugar de privilegios geográficos, bellezas desconocidas y cualidades que le ganaron entre los entendidos el sobrenombre de Gran Puerto de las Américas.
Al recorrer sus inmediaciones antes de emprender un viaje hacia el oriente de
Recodos y rincones provistos de una exuberante vegetación costera resultaron albergue seguro para corsarios, piratas y filibusteros, quienes acudían a su abrigo en busca del refugio natural que les proporcionaba su contorno en forma de bolsa para comerciar con los moradores de la comarca o cometer fechorías de la peor especie. Belleza y riqueza se complementaron para atraer a sus orillas a bandidos de los mares en busca de provisiones y su estratégica ubicación resultó ideal para encontrar un escondite perfecto.
Tal vez el primer pirata que frecuentó la bahía de Jagua fue Guillermo Bruces, quien llegó con sus secuaces a la zona con el propósito, según algunos cronistas y leyendas populares, de enterrar cerca de la ribera un caudaloso tesoro.
Tomás Baskerville y su escuadra irrumpieron en Jagua en 1602 para sacar algún provecho de su estancia, mientras que en 1604 aparecieron, provenientes de latitudes diferentes, los tristemente célebres Alberto Girón y Juan Morgan y en 1628 el pirata holandés Cornelio Foll, quien robó cuanto estuvo a su alcance, violencia mediante, como lo hicieran posteriormente Lorenzo y Carlos Graff.
Desde la fundación de la entonces villa Fernandina de Jagua, el 22 de abril de 1819, crecieron los beneficios que el puerto reportó al desarrollo y consolidación de la joven colonia en ese abrazo indisoluble entre la actividad comercial, la fabricación y exportación de azúcar y otros productos, la riqueza de la fauna marina, los valores ecológicos y naturales y por supuesto, la oportuna ubicación al centro de
Le sobran razones para ser considerada una de las más importantes en
Admirada por sus cualidades turísticas y recreativas, marítimas, portuarias e industriales, perfecta para la pesca o como reservorio natural, suma virtudes mientras está reconocido como el segundo complejo portuario del país y el más relevante en la costa sur de la nación. Pero no hay mayor valía que la de su atractivo y natural belleza, la capacidad de seducción que ejerce entre quienes la disfrutan, esa personalidad irrepetible de la cual dota a la ciudad, su magnetismo disfrazado de azul, la serenidad de las aguas, el misterio de sus destellos.
Es un pedazo entrañable en la vida de todos los cienfuegueros, paradójicamente particular y compartido, espacio donde se reafirma el sentimiento de pertenencia, se multiplican amores y se torna infinita en el afecto de quienes nacieron a su vera. Es la inspiración de artistas de la plástica, de poetas y músicos atados a sus reflejos, la del litoral donde se encienden los luceros de José Ramón Muñiz, quién sabe si la que abrigó la tornasolada garza presentida de Luis Bouclet, la novia cómplice y perpetua que respiró Florentino Morales, la del explosivo pincel de Leandro Soto, la de misterios y leyendas de pescadores, mantas gigantescas y luces salvadoras. Es la que le regaló a Cienfuegos su aroma inigualable, ese que aparece y se esfuma tras los rincones con la destreza de permanecer en los sentidos y los corazones entre lo entrañable y lo certero, como refugio de nostalgias innombrables.
Eterna, salada y lenta, presuntuosa y excesiva, viva como su historia misma, formidable como su geografía, egocéntrica y mágica, seductora y generosa sin padecer soledades ni olvidos, es el presagio de lo eterno en el lugar del tiempo histórico y humano, la caricia azul para una ciudad.
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